Cuarto domingo de Cuaresma – Ciclo A

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Hoy un ciego comparte con Jesucristo el protagonismo de la página evangélica. Siempre, pero mucho más en la época en la que vivía Jesús, el ciego es un hombre que, por su defecto físico, carece de autonomía; un hombre que en determinados momentos necesita de los demás; un hombre, en una palabra, dependiente. El paso de Jesús cerca de este hombre y la atención especial que le demuestra tienen para él una consecuencia inmediata y positiva: queda curado de su ceguera y convertido en un hombre completo y liberado. Ya no necesitará de otro hombre que lo guíe por las intrincadas calles, y ya no necesitará que una mano misericordiosa ponga en su mano extendida una limosna. El ciego del Evangelio se ha convertido, por obra y gracia de Jesús, en un hombre que puede andar solo.

1. Oración

Señor Jesús, de la misma manera como Tú te acercaste a la Samaritana y buscaste que ella se encontrara consigo misma y así contigo,…así también te pedimos que nos ayudes a mirar nuestro corazón y ver cómo estamos viviendo nuestra fe en ti, para ser conscientes de nuestra situación y nuestra realidad, para que Tú puedas ayudarnos a vivir como Tú quieres y esperas de nosotros. Por eso Señor, te pedimos que nos ayudes a encontrarnos a nosotros mismos dejando que Tú nos transformes interiormente, como lo hiciste con la Samaritana. Que así sea.

2. Texto y comentario

2.1. Lectura del primer libro de Samuel 16, lb. 6-7. 10-13a

En aquellos días, el Señor dijo a Samuel: -«Llena la cuerna de aceite y vete, por encargo mío, a Jesé, el de Belén, porque entre sus hijos me he elegido un rey.» Cuando llegó, vio a Elías y pensó: -«Seguro, el Señor tiene delante a su ungido.» Pero el Señor le dijo: -«No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Lo rechazo. Porque Dios no ve como los hombres, que ven  la apariencia; el Señor ve el corazón.» Jesé hizo pasar a siete hijos suyos ante Samuel; y Samuel le dijo: -«Tampoco a éstos los ha elegido el Señor.» Luego preguntó a Jesé: -«¿Se acabaron los muchachos?» Jesé respondió: -«Queda el pequeño, que precisamente está cuidando las ovejas.» Samuel dijo: -«Manda por él, que no nos sentaremos a la mesa mientras no llegue. » Jesé mandó a por él y lo hizo entrar: era de buen color, de hermosos ojos y buen tipo. Entonces el Señor dijo a Samuel: -«Anda, úngelo, porque es éste.»

Samuel unge a David rey de Israel.

Dios ha desechado ya a Saúl, el pri­mero de los reyes. Su dinastía no se consolidará en el pueblo de Israel. Dios mismo fue quien lo eligió y fue también el mismo profeta Samuel quien lo un­gió como rey. Saúl no ha sabido responder, no obstante, a la elección de que fue objeto; se mostró osado y desobediente. Dios lo aparta de sí y elige para sí y para su pueblo un nuevo jefe, uno que responda a los deseos de su cora­zón. Estamos a los comienzos de la monarquía. La intervención palpable de Dios se hace, por tanto, más necesaria, ya que no hay todavía en el pueblo una tradición firme y avalada por los años. Saúl seguirá, es verdad, rei­nando por un tiempo, hasta su muerte, ocurrida trágicamente; pero su ruina ya está decretada. David es elegido rey. Pasarán unos cuantos años hasta que la elección se haga una realidad de hecho. Queda ya, desde este momento, claro que la su­bida de David al trono se debe a la propia elección de Dios. Samuel lo ha consagrado en su «nombre», lo ha «ungido».

David es el «ungido» de Dios. Con él comienza una serie privilegiada de «ungidos» que preparan al «Ungido» por excelencia. De la Casa de David na­cerá el Mesías, el Cristo, precisamente en Belén, donde ahora Samuel unge a David como rey de Israel. Pronto, dice el texto – ausente en la lectura – se hace visible en él la acción del Espíritu de Dios. David es un carismático; se le confiere un carisma en orden al gobierno. El debe representar a Dios en el oficio de regir. En cierto sentido se suma su persona a la serie de jefes y jue­ces que hasta ahora han regido a Israel, con la particularidad de que ahora él un monarca y de que su dinastía será para siempre. El Espíritu de Dios lo formará. Con él comienza una de las más antiguas y apreciadas institucio­nes de Israel. Con él comienza en cierto sentido el mesianismo, por lo menos el mesianismo «real».

La elección parte de Dios; y Dios es libre en su elección. Dios no eligió al mayor de los hijos de Jesé, ni al más fuerte; sí al más pequeño, cosa sor­prendente en aquel tiempo. El Señor mira el interior del hombre, el corazón, no las apariencias. El autor, de todos modos, no deja escapar las prendas personales del joven David. Dios sigue sus caminos y tiene sus planes perso­nales, con frecuencia sorprendentes. David llenará las esperanzas del pueblo y será un rey según el corazón de Dios. Pasa a la historia como el más grande rey de Israel. David es progenitor y «figura» del Gran Rey, Cristo Nuestro Señor

2.2. Salmo responsorial Sal 22, lJa. 3b-4. 5. 6 (R.: 1)

R. El Señor es mi pastor, nada me falta.

El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. R.

Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. R’.

Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa. R.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término. R.

Salmo de confianza. Quizás tenga su origen en una acción de gracias: la mesa, la copa, la unción lo sugieren. La confesión de confianza tiene lugar en el templo. La confianza es plena y la expresión hermosa. El salmo corre con serenidad y tranquilidad. Es sugestiva la figura del pastor. Dios, Pastor de Israel, goza de solera en la antigua y reciente tradición profética y sapiencial. Las imágenes se suceden serenamente; unas suscitan a las otras: verdes praderas, aguas tranquilas, sendero justo, cañadas, cayado, vara Allí recuesta tranquilo, allí refresca, allí camina seguro, allí la mesa llena y allí la copa que rebosa. Ni siquiera la oscuridad de la cañada ni la presencia del enemigo, que aparecen en el salmo, alteran el sosiego del rebaño guiado por Dios: Tú vas conmigo. Eso basta. Con Dios como guía nada hay que temer

2.3. Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios 5, 8-14 

Hermanos: En otro tiempo erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz -toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz-, buscando lo que agrada al Señor, sin tomar parte en las obras estériles de las tinieblas, sino más bien denunciadlas. Pues hasta da vergüenza mencionar las cosas que ellos hacen a escondidas. Pero la luz, denunciándolas, las pone al descubierto, y todo lo descubierto es luz. Por eso dice: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz.»

Estas breves líneas pertenecen a la sección parenética que va desde 4,17 hasta el final de la carta. El tema más cercano a estos versículos podría enun­ciarse como «la santidad cristiana». Los cristianos, partícipes de una voca­ción más alta, deben ser santos, deben observar en la vida una conducta verdaderamente digna de su rango. El cap.5 propone como norma: Cristo está a la base de toda exhortación, aunque su nombre no aparezca expresamente. Cristo, Hijo de Dios, nos ha comunicado la filiación divina. Cristo, Luz del Padre, nos ha hecho partícipes de la Luz de Dios. El nos ha «iluminado», él nos ha hecho «luz». Debemos por tanto comportarnos como hi­jos de la «luz». Así como las tinieblas, que antes éramos, nos señalaban como operadores de obras muertas, de obras malas y perversas, ahora, converti­dos a la «luz», debemos dar frutos apropiados: bondad de toda clase, justicia con todos, sinceridad en todo momento. Hemos de ser cumplidores exactos de la voluntad de Dios. Dios es Luz y ama la luz. Nuestra conducta ha de ser pues luminosa, es decir transparente, franca, valiente, lúcida y olorosa. Nuestra conducta ha de ser condenadora de las tinieblas, abogadora de la «luz». Nuestra «luz» ha de ser de tal calibre que pueda disipar las tinieblas que nos rodean. ¿No hemos resucitado ya de los muertos, no hemos venido a la «luz», no nos ha iluminado ya Cristo? El nos ha descubierto y nos ha ilu­minado. Debemos descubrir e iluminar. (El texto que cita Pablo en esta oca­sión no se encuentra en ningún libro de la Biblia; los autores sospechan que se trata de algún himno primitivo perteneciente a la liturgia bautismal. En el fondo nuestra unión a Cristo en el bautismo. De ahí arranca nuestra nueva vida y nuestra vocación).

2.4. Lectura del santo evangelio según san Juan 9, 1-41

En aquel tiempo, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y sus discípulos le preguntaron: -«Maestro, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?»
Jesús contestó: -«Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. Mientras es de día, tenemos que hacer las obras del que me ha enviado; viene la noche, y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo.»
Dicho esto, escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo:
-«Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).» Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: -«¿No es ése el que se sentaba a pedir?» Unos decían: -«El mismo.» Otros decían: -«No es él, pero se le parece.»
Él respondía: -«Soy yo.» Y le preguntaban: -«¿Y cómo se te han abierto los ojos?»
Él contestó: -«Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, me lo untó en los ojos y me dijo que fuese a Siloé y que me lavase. Entonces fui, me lavé, y empecé a ver. »  Le preguntaron: -«¿Dónde está él?» Contestó: -«No sé.» Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista. Él les contestó: -«Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: -«Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.» Otros replicaban:  -«¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?» Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: -«Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?» Él contestó: -«Que es un profeta.» Pero los judíos no se creyeron que aquél había sido ciego y había recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron:
-«¿Es éste vuestro hijo, de quien decís vosotros que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?»
Sus padres contestaron: -«Sabernos que éste es nuestro hijo y que nació ciego; pero cómo ve ahora, no lo sabemos nosotros, y quién le ha abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos. Preguntádselo a él, que es mayor y puede explicarse. »  Sus padres respondieron así porque tenían miedo a los judíos; porque los judíos ya habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías. Por eso sus padres dijeron: «Ya es mayor, preguntádselo a él.» Llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: -«Confiésalo ante Dios: nosotros sabemos que ese hombre es un pecador. »  Contestó él: -« Si es un pecador, no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo.» Le preguntan de nuevo: -¿«Qué te hizo, cómo te abrió los ojos?» Les contestó: -«Os lo he dicho ya, y no me habéis hecho caso; ¿para qué queréis oírlo otra vez?; ¿también vosotros queréis haceros discípulos suyos? » Ellos lo llenaron de improperios y le dijeron: -«Discípulo de ése lo serás tú; nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que a Moisés le habló Dios, pero ése no sabemos de dónde viene.»
Replicó él: -«Pues eso es lo raro: que vosotros no sabéis de dónde viene y, sin embargo, me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino al que es religioso y hace su voluntad. Jamás se oyó decir que nadie le abriera los ojos a un ciego de nacimiento; si éste no viniera de Dios, no tendría ningún poder.»  Le replicaron: -«Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?» Y lo expulsaron. Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo:  -«¿Crees tú en el Hijo del hombre?» Él contestó: -«¿Y quién es, Señor, para que crea en él?» Jesús le dijo: -«Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.» Él dijo: -«Creo, Señor.» Y se postró ante él. Jesús añadió: -«Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven vean, y los que ven queden ciegos.»  Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le preguntaron: -«¿También nosotros estamos ciegos?» Jesús les contestó: -«Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste.»

 

Jesús se proclama y se manifiesta Luz del mundo. Cristo es la Luz. (Luz de Luz, decimos en el Credo). La curación de un ciego de nacimiento lo de­clara suficientemente. La Luz ilumina a unos y obceca a otros. La Luz es di­námica, la Luz ejecuta un «juicio»: También bajo este aspecto es revelador el milagro. La Luz ejerce su virtud positiva (de salvación) cuando el hombre se abre a su influjo por la fe, y negativa (de condenación) cuando se le cierran las puertas. El ciego confiesa a Cristo; los fariseos permanecen en pecado. El ciego alcanza la Luz (ve a Cristo, lo acepta); los videntes se tornan ciegos (no ven ni aceptan a Cristo). El ciego es arrojado del pueblo, de la sinagoga; los dirigentes se alejan del verdadero pueblo. En uno el juicio humano; en los otros el juicio divino.

Nótese la abundancia de interrogaciones. El texto está redactado de tal forma que la conclusión de Cristo, se impone por sí misma. El ciego es todo claridad y decisión, sentido común; los fariseos obscuridad, indecisión, ce­guera. El ciego da lecciones; los letrados no saben dar alguna, tropiezan constantemente. Los dirigentes no saben de dónde viene Cristo y por qué hace milagros, no saben que es el Santo, lo tienen por pecador; el ciego sabe que es un profeta, sabe que hace milagros y que es Dios. Su argumento es arrollador: no viniera de Dios, no tendría ningún poder. Los fariseos no saben dar una respuesta, arguyen de unas «letras» sin vida. El ciego arguye de la vida, de la experiencia común universal y del buen sentido.

Los dirigentes de Israel se muestran malos pastores al arrojar al ciego fuera de la comunidad. Cristo recibiéndolo, da pruebas de ser el «Buen Pas­tor». El texto que sigue al milagro es precisamente la alegoría del «Buen Pastor».

El término «día», versículo 4, se mueve en dos planos. Día es la duración de la vida de un hombre. Eso significa en primer plano. Pero Cristo, como dice San Agustín, dura siempre, día podía indicar también el tiempo en el que el hombre puede recibir el influjo benéfico de la Luz. La «noche», muerte, podría separarlo de él para siempre. Sería horroroso.

El milagro, dice Cristo explícitamente, no tiene otro fin que revelar la glo­ria de Dios. En efecto, Dios muestra la «gloria» de Cristo. La «gloria» de Cristo no se queda fija en él. La «gloria» pasa a los hombres; Dios se comu­nica y nosotros somos glorificados. El ciego al recibir la doble luz, la de los ojos del cuerpo y la de los ojos del espíritu, es glorificado por Dios. La fe lo ha transformado en siervo de Cristo, más aún en hermano del Señor y en hijo de Dios.

Desde muy antiguo ha empleado este texto la Iglesia en la liturgia bau­tismal. El ciego que recibe la Luz, lavándose en la piscina del «Enviado» a la voz de Cristo, es el hombre que pasa de pagano a cristiano. El ciego nos re­presenta a todos, es decir a la humanidad fuera de Cristo. El ciego recibe en el bautismo la luz, que es la revelación (piscina). El cristiano hace, como el ciego del milagro, una valerosa confesión de fe en Cristo, con decisión, sere­nidad y convencimiento. Es ya mayor de edad. Está seguro de su condición de «vidente». La Iglesia es una comunidad de «videntes» que creen y conocen al Señor. El ciego «vidente» representa al nuevo cristiano.

La Iglesia se ha desmembrado ya de la sinagoga. El texto lo deja entre­ver al fondo. La discusión del ciego con los dirigentes recuerda las contro­versias de judíos y cristianos en los primeros días del cristianismo. La Igle­sia camina segura bajo la guía del «Buen Pastor». No así los dirigentes de Israel.

Reflexionemos:

Cristo es la Luz de mundo. Cristo es nuestra luz. Cristo nos revela al Pa­dre. Cristo nos lo manifiesta de tal forma que nos lo comunica; es decir, nos santifica en él. Somos un pueblo santo, un pueblo nuevo. La gloria de Dios desciende a nosotros. La Luz que ahora aceptamos por la fe es el principio de nuestra glorificación eterna: veremos a Dios cara a cara, tal cual él es. A decir verdad, ya lo vemos ahora, pero de forma imperfecta.

La fe en Cristo (el Padre y el Hijo son una misma cosa) nos ilumina. La fe es ya una participación de la Luz divina; ella nos hace ver cosas que sin ella no veríamos. El texto nos recuerda el bautismo, sacramento de incorpora­ción a Cristo. Las palabras de Pablo lo evocan. La luz que hemos recibido es dinámica, es una fuerza que em­puja a obrar.la segunda lectura señala algunas aplicaciones. Somos «luz»; Las tinieblas ya pasaron. En nosotros queda siempre algo de tinieblas: ma­los deseos, malas acciones etc. Esperamos la transformación plena que ven­drá un día. De momento hay que combatir todo aquello que desdice de la «luz» que hemos recibido. Hemos de ser «buenos» con todos, hemos de ser «justos», «sinceros» y «valientes» en la confesión y profesión de nuestra fe cristiana. Cristo nos ha iluminado; nos ha despertado de la muerte. El «día» con su «luz» nos invita a trabajar, a dar fruto de buenas obras. Viene la no­che y se acaba toda la posibilidad de recuperar la «luz» que por el pecado hayamos perdido. Nuestra vida es ya un juicio a las tinieblas. El tiempo de cuaresma invita a la reflexión y al ejercicio de obras buenas.

Cristo va delante. Cristo es el «Buen Pastor», él nos alimenta. La primera lectura lo presenta en figura. Cristo es nuestro Jefe. Dios lo ha constituido así. El salmo lo confiesa tiernamente: fuentes tranquilas (bautismo), verdes praderas que reparan las fuerzas (confirmación), mesa y copa (eucaristía), unción (sacerdocio) y como término la vida eterna. Nada ni nadie nos debe inquietar: El Señor es mi Pastor nada me falta. Esperamos gozosos el cum­plimiento de aquello «Habitaré en la casa del Señor por años sin término». Pidámoslo.

3. ORACIÓN FINAL 

Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, Dios mío infinitamente amable y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te amo, Señor, la única gracia que te pido es amarte eternamente…Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro. (S. Juan María Vianney).

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