Domingo 11 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

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Consecuencia de la reconciliación: el seguimiento.

La experiencia de verse profundamente perdonado es fundamental, fundacional: inicio de una vida de seguimiento. Sin esa vivencia de misericordia, Jesús y el Reino del Padre quedan extraños, añadido en nuestra vida. Así, Jesús es para Simón como un extraño, mientras que para la mujer es próximo, samaritano, a quien le debe la vida. «Jesús caminaba de ciudad en ciudad… Le acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado».

Coloquémonos en la presencia de Dios y pidámosle que nos ayude a comprender y valorar lo que es su perdón y su misericordia.

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Domingo 10 del Tiempo Ordinario – Ciclo C

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Jesús es siempre una respuesta de sí rotundo a la vida. Jesús está entre las gentes y con las gentes como un don maravilloso de comunicación. Nunca estuvo el cielo más cerca de nosotros. Y este cielo, posible y realizable, Jesús lo plasmó no sólo en doctrina, sino que fundamentalmente nos dejó unas formas y modos de acción. No estaría de más que esta lectura evangélica de este domingo la hiciéramos transparente a través de aquel maravilloso texto de la «Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual» del Concilio Vaticano II: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Jesús. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» («Gaudium et spes»).

1. Oración inicial

Tu rostro en cada esquina

Señor, que vea… …que vea tu rostro en cada esquina. Que vea reír al desheredado, con risa alegre y renacida. Que vea encenderse la ilusión en los ojos apagados de quien un día olvidó soñar y creer. Que vea los brazos que, ocultos, pero infatigables, construyen milagros de amor, de paz, de futuro. Que vea oportunidad y llamada donde a veces sólo hay bruma. Que vea cómo la dignidad recuperada cierra los infiernos del mundo. Que en otro vea a mi hermano, en el espejo, un apóstol y en mi interior te vislumbre. Porque no quiero andar ciego, perdido de tu presencia, distraído por la nada… equivocando mis pasos hacia lugares sin ti. Señor, que sea… … que vea tu rostro en cada esquina.

José M. R. Olaizola

2.      Lectura y comentario

2.1. Lectura del libro primero de los Reyes 17,17-24.

En aquellos días, cayó enfermo el hijo de la señora de la casa. La enfermedad era tan grave que se quedó sin respiración. Entonces la mujer dijo a Elías: ¿Qué tienes tú que ver conmigo?, ¿has venido a mi casa para avivar el recuerdo de mis culpas y hacer morir a mi hijo? Elías respondió: Dame a tu hijo. Y, tomándolo de su regazo, lo subió a la habitación donde él dormía y lo acostó en su cama. Luego invocó al Señor: —Señor, Dios mío, ¿también a esta viuda que me hospeda la vas a castigar haciendo morir a su hijo? Después se echó tres veces sobre el niño, invocando al Señor: Señor, Dios mío, que vuelva al niño la respiración. El Señor escuchó la súplica de Elías: al niño le volvió la respiración y revivió. Elías tomó al niño, lo llevó al piso bajo y se lo entregó a su madre diciendo: Mira, tu hijo está vivo. Entonces la mujer dijo a Elías: Ahora reconozco que eres un hombre de Dios y que la palabra del Señor en tu boca es verdad.

Una mujer madre, viuda, con un solo hijo y todavía pequeño, es todo lo que tiene. Aquel niño está en las últimas; aquel niño se muere. Es como si a aquella mujer le arrancaran el corazón, le desgarraran las entrañas. Sin aquel niño carece de sentido su vida, de aliento, de ilusión. ¿Qué le queda si aquel niño de sus entrañas muere? Dolor de ma­dre, desamparo de viuda. Una auténtica tragedia.

El dolor hace las frases cortantes y agresivas. Suenan a acusación tanto en boca de la mujer como en la oración del profeta. El Señor escuchó la sú­plica. El Dios de Elías, Yahé, tiene oídos y oye, es bueno. Lo definen sus obras. La mu­jer lo bendice agradecida. Ha visto el signo de su presencia. El Dios de Elías en un Dios vivo. Elías es acreditado como profeta y siervo: Dios ha escu­chado su oración. La maravilla lo acredita como enviado del Dios del Cielo. Profeta auténtico, Dios vivo y bondadoso, mujer agradecida.

2.2.SALMO RESPONSORIAL Sal 29, 2 y 4. 5-6. 11 y 12a y 13b

R/.  Te ensalzaré, Señor, porque me has librado.

Te ensalzaré, Señor, porque me has librado,
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.

Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante,
su bondad, de por vida.

Escucha, Señor, y ten piedad de mí,
Señor, socórreme.
Cambiaste mi luto en danzas.
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.

Salmo de acción de gracias. Gracias por un bene­ficio recientemente recibido. Beneficio de haber sido librado de la muerte: Sacaste mi vida del abismo. Sea por el acoso de los enemigos, sea por la enfermedad (más probable), El sal­mista estaba a punto de bajar a la fosa. La mano amiga de Dios lo alzó a la vida y lo alegró con cantares y danzas. Es justo proclamarlo y cantarlo: Dios es bueno. Una vida a Dios gracias se convierte en una acción de gracias por toda la vida: Te daré gracias por siempre. El Señor libera de la muerte, el Señor da la vida. Pensemos en la vida eterna, eterna libera­ción de la muerte

2.3.  Lectura de la carta del Apóstol San Pablo a los Gálatas 1,11-19.

Hermanos: Os notifico que el evangelio anunciado por mí no es de origen humano; yo no lo he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo. Habéis oído hablar de mi conducta pasada en el judaísmo: con qué saña perseguía a la Iglesia de Dios y la asolaba, y me señalaba en el judaísmo más que muchos de mi edad y de mi raza como partidario fanático de lis tradiciones de mis antepasados. Pero cuando Aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó a su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles, en seguida, sin consultar con hombres, sin subir a Jerusalén a ver a los Apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, y después volví a Damasco. Más tarde, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Pedro, y me quedé quince días con él. Pero no vi a ningún otro Apóstol; vi solamente a Santiago, el pariente del Señor.

Pablo insiste en que su evangelio, su mensaje no son de origen humano. Ni se le ha ocurrido a él, ni lo ha reci­bido de hombre alguno; ni de Pedro, ni de Juan, ni de nadie. Tan sólo por re­velación de Jesucristo. Pueden estar completamente seguros de que no es cosa suya, a poco que recuerden su vida en el ju­daísmo. Lejos de simpatizar con el nuevo movi­miento, se convirtió en su más acérrimo persegui­dor. No ha sido, pues, en virtud de una decisión meramente personal; tampoco lo ha recibido, de forma inmediata, de los apóstoles, a quienes no vio sino mucho tiempo más tarde, después de su con­versión. El verdadero origen de su Evangelio y de su misión, arranca del encuentro personal con Cristo en el camino de Damasco. Cristo se le ha re­velado en poder y en gloria y lo ha enviado a pre­dicar el evan­gelio a los gentiles. Pablo evoca en su palabra la vocación de los grandes pro­fetas (Jeremías). Es consciente de encontrarse en la misma línea. Al principio de todo, su misión está en Dios está en Cristo. Pablo predica el evangelio de Dios en Cristo.

2.4. Lectura del santo Evangelio según San Lucas 7,11-17.

En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando estaba cerca de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: No llores. Se acercó al ataúd (los que lo llevaban se pararon) y dijo: ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate! El muerto se incorporó y empezó a hablar y Jesús se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios diciendo: Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. La noticia del hecho se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.

Un muerto, un muerto conducido a enterrar, jo­ven, hijo único de una viuda, sostén y alegría de su madre. Madre sumida ahora en la tristeza y des­con­suelo. Situación especialmente dolorosa. El pú­blico muestra su condolencia acompañando el cor­tejo fúnebre. Silenciosos y apenados caminan hacia el lu­gar del sepelio. Al Señor ¡al Señor! le da lás­tima. Su corazón, sensible al dolor, se conmueve, y por propio impulso, con voz de mando, arranca de la muerte aquella vida joven. Con un gesto deli­cado y atento se lo devuelve vivo a su madre. La voz del Señor es poderosa: nadie se le resiste, ni si­quiera la muerte. El espanto, primero, y la alabanza después, surgen espontáneos de aque­llos pechos sencillos. La maravilla presenciada les abre los ojos. Allí está Dios. Allí un gran profeta. Jesús de Nazaret es un hombre de Dios. Dios se ha acor­dado de su pueblo. La presencia del profeta trasluce la presencia de Dios. Temor santo y cordial alabanza: Dios ha vi­sitado a su pueblo en Jesús, pro­feta con poder y au­toridad.

 La maravilla declara la presencia de Dios. La admiración, un acercamiento del hombre a Dios. Jesús, -Salvador, Dios con nosotros- evidencia la presencia salvadora de Dios. En su persona toca el hombre a Dios. La gloria de su nom­bre, y la convic­ción de que Dios ha visitado en aquel hombre a su pueblo son el efecto saludable de la resurrección del muchacho. Eso es lo importante. Las obras de Dios no se presentan caprichosas ni extravagantes. Las obras de Dios son obras de amor y misericor­dia. El Dios que hace acto de presencia en el pro­feta Jesús es un Dios de amor y compasión. Jesús, su enviado, participa de los mismos sentimientos. La obra de Jesús es una obra salvadora de amor.

Reflexionemos:

Jesús al resucitar a un muerto, muestra así tener poder sobre la muerte y ser Señor de la vida. El Señor que actúa lleno de misericordia es el Señor re­sucitado. Así lo entiende el cristiano que escucha este evangelio. Así también nosotros, Je­sús nos resucitará. Esa es nuestra esperanza firme. Esa su gran obra de misericordia. Esa la gran gloria de Dios.

 Es el sentido profundo del salmo. La resurrección que vendrá después viene anunciada en forma de sino en la resurrección del muchacho. Todo es obra de la misericordia y bondad del Señor, como lo nota Lucas. Nadie le pidió el mila­gro, pero sus entrañas se conmovieron ante aque­lla tra­gedia. Jesús ha muerto y ha resucitado. Jesús ha su­frido el terror de la muerte y ha sido devuelto a la vida en honor y gloria. Jesús ha sido exaltado a la dere­cha de Dios y ha sido constituido Señor y Da­dor de vida. Jesús se compadece de la trage­dia del hombre alejado de Dios y en estado de muerte. Jesús nos levanta del féretro. Jesús nos devuelve a la vida.

 La Iglesia se alegra y glorifica a Dios. Jesús nos resucitará en el último día. La eucaristía celebra el misterio. Jesús tiene un corazón sensible, un cora­zón que vibra al dolor humano. Pero no es la muerte física el dolor supremo del hombre, es su muerte eterna; de ella nos libra Jesús.

 La maravilla revela a Jesús como profeta. Pro­feta de Dios que ama y da la vida. Jesús no puede menos de amar, conservar y dar la vida. Es el signo de su autenticidad. Nosotros, cristianos, continua­dores de la obra de Cristo, ha­blamos de un Dios que ama y da la vida; un Dios que nos resucitará. ¿Hasta qué punto somos signo de ello? Nuestro profetismo ha de verse confirmado por nuestras obras; a la palabra ha de acompañar la acción. Cuando la gente sen­cilla vea en nosotros a un He­raldo de Dios, entonces habremos alcanzado algo en este sentido. Nuestras obras buenas, de amor, de misericordia, de perdón, han de evidenciar ante los sencillos la presencia de un Dios que ama y que salva. Ese es nuestro Evangelio, esa nuestra mi­sión. Pablo nos lo recuerda. Un evangelio que viene de Dios y conduce a Dios. Un evangelio predica a Cristo salvador y salva en un Libera­dor. El cristiano está siempre en favor de la vida, cueste lo que cueste.

3.      Oración final:

“¡Oh, Verbo Eterno, Palabra de mi Dios! quiero pasar mi vida escuchándote; quiero prestar oídos dóciles a tus enseñanzas, para que seas mi único Maestro. Y, luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las debilidades, quiero mantener mis ojos clavados en Ti y permanecer  bajo el influjo de tu magnífica luz”.

(Sor Isabel de la Trinidad).

 

 

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo – Ciclo C

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Hoy la liturgia nos regala la oportunidad de reconocer a  Jesús vivo y presente en el pan eucarístico, es la fiesta de  su Cuerpo y de su Sangre, el alimento de vida eterna que  los cristianos debemos recibir y adorar con profundo  cariño.


1.      ORACIÓN COLECTA

 

Oh Dios que en este Sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu pasión, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos en nosotros el fruto de tu redención. Tú que vives y reinas….

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Solemnidad de la Santísima Trinidad

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Las lecturas bíblicas de este domingo nos introducen, poco a poco, en el misterio de la Santísima Trinidad. En el Evangelio vemos como se acentúan claramente la acción y guía del Espíritu Santo, que Jesús llama Espíritu de la verdad, en el camino de nuestra vida cristiana hacia el Padre en la fe, la esperanza y el amor (Segunda Lectura). Vemos también como la sublime revelación de la vida íntima de Dios se muestra anticipadamente en el Antiguo Testamento (Primera lectura)

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Domingo de Pentecostés – Ciclo C

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La fiesta de Pentecostés, en efecto, corona la fiesta de la Resurrección del Señor y cierra litúrgicamente el tiempo pascual. La fiesta señala, hacia adelante, el inicio de la Iglesia, de forma tauma­túrgica y so­lemne; hacia atrás, nos introduce -el Espíritu pro­cede del Padre y del Hijo- en el costado de Cristo glorioso revelador del Padre. Celebramos -y al ce­lebrar, confesamos, proclamamos y suplicamos- la presencia en nosotros del Espíritu Santo como par­ticipación de la gloria del Señor. Él nos introduce, con el Hijo, en el corazón del Padre; él nos abre sus entrañas; él nos introduce de tal manera en la misión filial de Cristo en el mundo, que nos confunde con ella; él nos capacita para gustar y manifestar de múltiples maneras a Dios creador y salvador.

 

¡Ven Espíritu Santo!, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Envía tu Espíritu y todo será creado y renovarás la faz de la tierra.

1. Oración:

Oh Dios que has instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, concédenos según el mismo Espíritu conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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La Ascención del Señor – Ciclo C

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DOMINGO DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR Ciclo C

 

Con la Ascensión, los cristianos asumimos la misma tarea del Salvador: consagrar el mundo a Dios en el altar de la historia. Para el cristiano cada día es una liturgia de alabanza y bendición de Dios. No hay ninguna actividad de la vida diaria de los hombres que no pueda convertirse en una ofrenda santa y agradable a Dios. Por el bautismo estamos llamados a confesar ante los hombres la fe que recibimos de Dios por medio de la Iglesia. Como discípulo de Cristo confieso mi fe en la familia, en las reuniones de amigos o de trabajo; pongo mi fe por encima de todo, y hago de ella la medida de mi decisión y comportamiento. ¿Es ya mi vida una liturgia santa y agradable a Dios? ¿Es éste mi deseo más íntimo y mi más firme propósito?

 

1.      Oración inicial:

 

Señor Jesús, Tú que antes de ascender, de volver al Padre, nos has dejado la misión de ser nosotros los que lleváramos tu Palabra hasta los confines de la tierra, nos has prometido el Espíritu Santo que vendría y nos capacitaría para la misión que nos has dejado, ahora que vamos a reflexionar este pasaje para conocer lo que nos pides, te pedimos que nos ayudes a comprender y valorar todo lo que significa ser instrumentos tuyos, para que otros te conozcan y te sigan. Desde ahora derrama tu Espíritu en nosotros, para que valoremos el don que nos das, al enviarnos en tu Nombre. Que así sea.

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Domingo 6 de Pascua – Ciclo C

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Se debe guardar la palabra de Dios sin que tiemble nuestro corazón ni nos acobardemos. El miedo es mal consejero, atenaza, impide cumplir la misión que se nos ha confiado. Existen demasiados temores y desánimos que cristalizan en cobardías cómplices. Es el Espíritu quien nos enseña y recuerda todo. No hablamos de nosotros, sino de Cristo. Nuestras palabras no tienen que ser de alarma o inquietud, no deben imponer más cargas que las indispensables, es decir, las del evangelio. Los conflictos hay que encararlos con serenidad, sin arrogancia, pues la palabra cristiana siempre es oferta de paz.

 

1.      ORACIÓN COLECTA

 

Concédenos, Dios todopoderoso, continuar celebrando con fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado; y que los misterios que estamos recordando transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras. Por nuestro Señor Jesucristo.

 

2.      Lecturas y comentario:

 

El evangelio exige renunciar a la ley antigua para vivir la novedad de la resurrección de Jesucristo. Ahora  leamos y meditemos uno de los altercados que trajo el anuncio del evangelio a los judíos y que se solucionó con la ayuda del Espíritu Santo, que guiaba el trabajo de los apóstoles.

2.1. Lectura de los Hechos de los Apóstoles 15,1-2. 22-29.

En aquellos días, unos que bajaban de Judea se pusieron a enseñar a los hermanos que, si no se circuncidaban como manda la ley de Moisés, no podían salvarse. Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé; y se decidió que Pablo, Bernabé y algunos más subieran a Jerusalén a consultar a los Apóstoles y presbíteros sobre la controversia. Los Apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron entonces elegir algunos de ellos y mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas Barsabá y a Silas, miembros eminentes de la comunidad, y les entregaron esta carta: «Los Apóstoles, los presbíteros y los hermanos saludan a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia convertidos del paganismo. Nos hemos enterado de que algunos de aquí, sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras. Hemos decidido por unanimidad elegir algunos y enviároslos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, que han dedicado su vida a la causa de nuestro Señor. En vista de esto mandamos a Silas y a Judas, que os referirán de palabra lo que sigue: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis con la idolatría, que no comáis sangre ni animales estrangulados y que os abstengáis de la fornicación. Haréis bien en apartaros de todo esto. Salud.»

El llamado Concilio de Jerusalén. La comuni­dad judía acepta a la comuni­dad gentil, dentro del cristianismo, claro está. Difícilmente podemos darnos cuenta, hombres del siglo XX, lo que esto supuso. Una crisis de vida o muerte. Lo deja entre­ver el libro de los Hechos. ¿Obliga la Ley de Moi­sés? Y, si obliga, ¿a quiénes y hasta qué punto? Al fondo están las graves cuestiones: ¿Quién salva? ¿Jesús por la fe en él? o ¿la Ley con sus obras? Esta problemática apa­recerá en forma más aguda en Pablo. La comunidad judeocristiana observaba la Ley de Moisés. También Jesús la había observado. Los apóstoles y los primeros discípulos eran judíos edu­ca­dos en la Ley de Moisés y en las tradiciones de los antiguos. Al fin y al cabo, la Ley de Moisés era la Ley de Dios. No existía tampoco, en aquellos tiempos, la precisión: preceptos morales, preceptos rituales. Todos eran por igual obligato­rios.

 

¿Qué decir de los cristianos que venían de la gentilidad, que no habían sido educados en aque­llas prácticas y que muchos de ellos desconocían por com­pleto? Era claro que los preceptos morales, expresión de la caridad, obligaban a todos. ¿Qué decir de los rituales, por ejemplo: la circuncisión, las comidas y bebidas? El Espíritu Santo había descendido sobre circuncisos e incircuncisos. Recuérdese la historia de Cornelio. También a Pablo le acompañaban los por­tentos de la evangelización de los gentiles. El Espíritu Santo no hace distin­ción alguna. Tan sólo bastan la buena voluntad y la fe en Cristo. La experiencia cristiana venía a de­cir, pues, que no eran necesarios ni obligatorios. Algunos hermanos -nótese esto de hermanos, es significativo- de la comunidad hebrea parece que no comprendieron muy bien los signos de los tiem­pos ni el alcance del mensaje cristiano. Se produjo el choque y, al parecer, de forma apasio­nada. Es­taban en juego las tradiciones patrias. Esto en un momento en que la comunidad judeocristiana no había roto por completo los lazos con la comuni­dad judía no cristiana.

 

Se reunió la asamblea. Se dio la razón a Pablo. No había por qué obligar a los convertidos gentiles a la observancia de tales prácticas. Sin embargo, la ca­ridad cristiana y la unidad de la Iglesia exi­gía comprensión y delicadeza (Pablo lo recordará en sus cartas, al hablar del hermano débil que to­davía no distingue comidas y bebidas). Para An­tioquía -quizás mayoría judía, obser­vante y pia­dosa- y para las iglesias de Cilicia y Siria -dependientes de aquella- dio el Concilio un de­creto de tipo disciplinar. La presencia de Moisés, en esos y otros lugares, exige respeto y compren­sión. Son prácticas que prescribe la Ley de Moisés: comida de carne inmolada a los ídolos -repulsa ju­día-; sangre y animal estrangulado; matrimonio entre parientes, -peligro de incesto-. La ob­servan­cia de tales prescripciones se presenta como buena. Y así pareció a los apóstoles y al Espíritu Santo.

 

2.2. Salmo responsorial

 

Pidamos a Dios con el salmista que Dios nos ilumine para que todos los pueblos conozcan su salvación y juntos podamos alabar a Dios, que gobierna con justicia las naciones.

Sal 66,2-3. 5. 6 y 8 

R/. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben [o, Aleluya]

El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.

Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud,
y gobiernas las naciones de la tierra.

Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga; que le teman
hasta los confines del orbe.

Salmo de alabanza. Cierto aire litúrgico. Los pueblos hallan en Dios su me­jor guía y salvador. Dios gobierna con justicia. De ahí la alabanza y la alegría. Pero la Salvación está a medio camino, está haciéndose. Por eso, se pide con confianza la bendición: ¡Que todos los pueblos conozcan y alcan­cen la salva­ción! Con Cristo tendrá sentido.

 

En la segunda lectura la visión del autor del libro del Apocalipsis nos describe hoy la nueva Jerusalén, donde reside Dios Todopoderoso y el Cordero y la iluminan con su luz.

2.3. Lectura del Libro del Apocalipsis 21,10-14. 22-23.

El ángel me transportó en espíritu a un monte altísimo y me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios, trayendo la gloria de Dios. Brillaba como una piedra preciosa, como jaspe traslúcido. Tenía una muralla grande y alta y doce puertas custodiadas por doce ángeles, con doce nombres grabados: los nombres de las tribus de Israel. A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, y a occidente tres puertas. El muro tenia doce cimientos, que llevaban doce nombres: los nombres de los Apóstoles del Cordero. Templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero. La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero.

Ahí está el nuevo pueblo. Transformado. Todo luz, todo divino. Los apósto­les, su predicación, son el fundamento. Ciudad santa toda ella. Dios la llena de su gloria. Dios es su luz. Viene a ser como un gran zafiro, todo esplendor y luz, porque la luz (Dios) parte de dentro. Poseída, pues, plenamente de Dios. ¿Qué significa todo esto? Una realidad inefa­ble. Sin temores, sin dudas, sin lágrimas, sin ame­nazas, sin nada que perder; todo lleno, todo vivo, todo grande, todo perfecto. Y no es porque el hom­bre haya perdido los sentimientos. Todo lo contra­rio. Dios lo ha invadido todo y el hombre -pueblo nuevo- se ha sumergido todo entero en la luz de Dios, hecho a su vez luz. El hombre no pierde su personalidad individual o colectiva. Todo lo con­trario, la perfecciona al máximo. Esto es lo que nos espera. Esa ciudad ya existe. Ya estamos en ella, aun­que nos falta la transfor­mación plena. Ya se ve, ya se siente. La realidad completa la descubriremos más tarde. ¿Suspiramos por ella? La presencia del Cordero al lado de Dios se­ñala su carácter divino. El Cor­dero nos abrió la puerta. Él es la razón de nuestra pertenencia a ella. Adora­ción y acción de gracias.

 

En el  Evangelio Jesucristo nos ha dado el nuevo mandamiento del amor.

2.4. Lectura del santo Evangelio según San Juan 14,23-29.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La Paz os dejo, mi Paz os doy: No os la doy como la da el mundo. Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: «Me voy y vuelvo a vuestro lado.» Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, sigáis creyendo.

El Señor se va y nos envía el Espí­ritu. Las palabras de Jesús responden a la pregunta de Judas, no el Iscariote: ¿Y qué ha sucedido, Señor, que vas a manifestarte a nosotros, y no al mundo? Jesús se revela a los suyos y no al mundo. Tras los apóstoles está la Iglesia. No olvidemos su presen­cia en estos capítulos.

 

La revelación de Jesús alcanza, en realidad, so­lamente a los creyentes. La misma fe es ya una co­municación: entrega y aceptación. El mundo no tiene fe ni amor a Jesús. Se cierra a la revelación, la desprecia. La idea latente en la pregunta de Ju­das -revelarse al mundo- era común en los círculos judíos de aquel tiempo. El Mesías, esperaban, de­bía revelarse al mundo de forma por­tentosa. Jesús corrige la idea. Algo de eso tendrá lugar al fin de los tiempos. Ahora, presente, se da una comunica­ción misteriosa, íntima, profunda, del Dios trino. Dios habita de forma inefable en el corazón del hombre. Jesús y el Padre y el Espíritu. El fiel es el nuevo templo de Dios a través de Cristo-Tem­plo. El hombre queda así transformado en todas las di­recciones. Sólo a través de esa transformación po­drá el mundo entrever la revelación de Cristo. Son los que guardan la palabra de Jesús: la fe y el amor.

 

La promesa del Espíritu completa el cuadro. Las tres divinas personas in­tervienen en la crea­ción del hombre nuevo. Al Espíritu se le asigna aquí, como en otras páginas de Juan, la función de enseñar y de recordar la enseñanza de Jesús. Com­pleta, adapta, alarga, ensancha, lleva a la prác­tica la revelación de Jesús, hace vivirla. Sólo él puede hacerlo. Él es la Promesa de Jesús, la Pro­mesa de Dios. La Iglesia está segura de ello. Ca­mina a su sombra e im­pulso. Es su alma.

 

El don de la paz. No la paz de este mundo. No se trata de una paz, resul­tado de una tranquilidad, prosperidad o seguridad, de tipo humano, aunque sea espiritual. Ni siquiera de la paz interna. Se trata de un don superior, de la salud eterna, llamado aquí paz. Pablo dirá que es un fruto del Espíritu y que Cristo es nuestra Paz. Paz que coexiste con las persecucio­nes y tribulaciones de este mundo. El Señor se des­pide con la Paz, con el don supremo de la Paz. De­bemos ensanchar la Paz recibida. Es nuestra obli­gación.

 

Jesús va al Padre. Ha llegado la hora de su exaltación. Y esto debiera ale­grar a los discípulos. Jesús, obediente y sumiso al Padre (menor que él), ha cumplido su voluntad, lo ha glorificado por él. La glorificación de Jesús va a cambiar el orden de cosas existentes. Se sentará a la derecha de Dios en las alturas, coronado de poder y gloria. Habi­tará de forma inefable, junto con el Padre, en todos y cada uno de los fieles. Enviará el Espíritu Santo, que hará su obra imperecedera, estable y firme. Nadie podrá contra ella. Con él la paz de lo alto, la Paz divina. ¿No es esto motivo de alegría? Esta realidad no la percibe el mundo. El mundo se está condenando a sí mismo. ¿Y nosotros qué hacemos?

 

MEDITEMOS:

 

El evangelio de este domingo apunta ya a las fiestas de la Ascensión y Pen­tecostés.

Jesús está de despedida. Para la Iglesia que escucha el evangelio es Jesús Resucitado. Jesús, ausente y presente, consuela a su Iglesia: a) vol­verá a su lado (la esperanza escatológica define a la Iglesia); b) el Padre los ama y atenderá los de­seos en su nombre; c) no estarán huérfanos, ven­drá a ellos el Espíritu Santo. La Iglesia es cons­ciente del don que posee y lo recuerda. El Espíritu Santo. Es la Promesa por excelen­cia. Dios había prometido cambiar al hombre por dentro (Jr 31, 31ss); había dispuesto reavivarlo (la vi­sión de los huesos en Ezequiel); tenía en su mente divinizarlo. Todo eso lo rea­liza el Espíritu Santo. Las palabras de Jesús nos recuerdan el cumplimiento de la gran promesa. El Espíritu ilu­mina la inteligencia, calienta y mueve el co­razón en un orden nuevo (fe, esperanza, caridad). Ve con la luz de Dios, tiende a lo alto con la fuerza de Dios, ama con el amor de Dios. Es Dios en el hombre. La primera lectura nos recuerda la acción del Espí­ritu en la vida de la Iglesia. El Espíritu anima a la Iglesia. Es una verdad fundamental cristiana. El in­di­viduo-miembro y los miembros-comunidad son transformados por el Espíritu. En otras palabras, tanto el individuo como persona, como los indivi­duos como comunidad, reciben su vida del Santo Espíritu. Sin él no se podría dar un paso. Él es la nueva Ley. La Ley del corazón. El Don procede del Padre y del Hijo. La ida de Jesús al Padre encierra también este magnífico acontecimiento:… el Padre lo enviará en mi nom­bre. Sabemos que el Nombre de Jesús es el Nombre-sobre-todo nombre.

 

La Habitación de Dios en nosotros no es sino un aspecto de la presencia en nuestros corazones del Espíritu Santo. La Habitación es un hecho real, aunque velado por la carne. Dios habita en la co­munidad; en cada uno de los miem­bros y en el Cuerpo entero. Puede que aluda a eso también la misteriosa pre­sencia en nosotros de Jesús Resuci­tado: gracia, virtudes teologales, sacramen­tos. En nosotros está y no está, se le ve y no se le ve. No se le ve según la carne, no está según el mundo. Está, se le ve y se le siente según el Espíritu. Creer y amar son las condiciones y, al mismo tiempo, la expresión de la pre­sencia de Dios en nosotros. Así está en nosotros de forma real, mis­teriosa, operando una vida superior, como Salva­dor, Hermano y Señor en su Espíritu. Así también el Padre. Pues el Hijo y el Padre son una misma cosa. Somos nueva creatura.

 

La Iglesia es esa maravilla nueva. Templo de Dios, Morada de la Santí­sima Trinidad, Organismo vivo. Como cada uno de sus miembros. La pri­mera lectura nos describe un momento de su vida en este mundo, en la carne. La segunda nos la describe en su plenitud, transformada en luz y bri­llo. Y todo debido al Cordero que murió -fue cruci­ficado- por nosotros y resucitó. Nosotros, aquí abajo, creemos en su palabra y nos esforzamos por cumplir sus preceptos con un amor que so­brepasa el amor a lo terreno y caduco. El ejercicio de las virtudes cristianas será brillo y luz, ya en este mundo, de la vida divina que llevamos. La luz viene de dentro, de la acción del Espíritu. Dejémosle brillar, iluminar y calentar el mundo frío y te­nebroso que nos rodea. Será el testimonio ape­tecido.

 

 

3.      Oración final:

 

Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno nos concedes en cada momento lo que más conviene y diriges sabiamente la nave de la Iglesia, asistiéndola siempre con la fuerza del Espíritu Santo, para que, a impulso de su amor confiado, no abandone la plegaria en la tribulación ni la acción de gracias en el gozo.

 

Prefacio II del Espíritu Santo

Domingo 5 de Pascua – Ciclo C

Fuenteycumbre

DOMINGO V DE PASCUA ciclo C

 

Este domingo pertenece ya a la segunda parte de la cincuentena pascual. Hemos celebrado las cuatro primeras semanas, fuertemente marcadas por el misterio de la presencia del Señor resucitado en su Iglesia; los acentos de los textos bíblicos y litúrgicos se orientan ahora en un sentido más eclesiológico: el Presente es también el Ausente, el que está presente por el Espíritu que nos ha dado, el que urge el testimonio de sus fieles…

 

1.      Oración:

 

Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor Jesucristo.

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Cuarto domingo de pascua – Ciclo C

 

 Fuenteycumbre cover 4 pascua

En este Domingo cuarto de Pascua se centra nuestra atención y nuestra fe agradecida en la presencia misteriosa del mismo Cristo Jesús, Pastor único y universal de nuestras almas. Cristo ha prolongado esta cualidad suya en los Pastores de su Iglesia. Hemos de descubrir a Cristo Jesús en el magisterio y en la autoridad de nuestros legítimos Pastores, en comunión con el Romano Pontífice, Vicario de Cristo. Hemos de vivir en la Iglesia el problema serio de las vocaciones consagradas. La necesidad de que los elegidos de Dios para una dedicación total al Evangelio, a la santidad y a la acción pastoral en la Iglesia sepan responder fielmente y con generosidad total a este designio divino sobre sus vidas.

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Tercer domingo de pascua – Ciclo C

Fuenteycumbre cover 3 pascua

 En la celebración del cincuentenario pascual hemos de recobrar nuestra conciencia de miembros vivos de la Iglesia, como comunidad de testigos responsables de la Resurrección y de la obra salvadora de Cristo en medio del mundo. La liturgia de estos domingos nos ofrece como tema de meditación el Misterio de la Iglesia, prolongación del Misterio de Cristo, en el que hemos sido injertados por el bautismo.

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